LA CLAVE DEL MAL
Cuentan los sabios que, un día, cuando Dios sembró de vida el recién creado mundo quiso
poner de todo, porque le entretenía a Él eso de tener variedad en el teatrillo que se
estaba montando. Así, dio la luz y sembró luego los animalitos y los bichitos y las
plantitas y demás. Puso un poco de todo. Los puso de los que volaban, de los que
reptaban, de los que nadaban, de los que corrían; de los que se comían las hierbas y de
los que devoraban, de los que dan penita y de los que dan asquito. Y plantas de toda
clase, de las suculentas y de las venenosas y de las carnívoras y de todo tipo de pinta y
florecillas. Puso de esto y de lo otro. Luego miró alrededor y dijo: Me ha quedado
mono, algo digno de mi contemplación, sí señor. Entonces cuentan las crónicas
divinas que se dijo Él solo que sólo le faltaba el último toque. Y se puso en plan
divino a seguir con la siembra de los Hombres tan contento, como un cocinero que pone un
último condimento al guiso que acaba de probar. Los Hombres son lo que más me va a
divertir, se dijo, son muy divertidos con sus despropósitos y sus neuras. Es conveniente
poner de todas las clases también, meditó, para que la cosa se complique y tenga
gracia. Así que Él, en su sabidurísima sabiduría, ya había pensado poner un
poco más de Abundios que de otra clases de hombres, porque en su intuísima intuición le
pareció que iban a ser precisos para el correcto desarrollo del entretenimiento
cósmico que se estaba sembrando. Pero entonces ocurrió la tragedia. No es que se le
fuera la mano, que eso hubiera sido un acto de divina volición aunque inconsciente, que
Él, desde el momento que tiene barba y sexo (aunque sea en forma de paloma) está sujeto
a la cosa freudiana como todo quisqui. No. La tragedia consistió, no en que se le fuera
un poco la mano, sino en que se le desfondó por completo el saco que contenía las
semillas de los Abundios, mientras lo movía de una nubecilla a otra, roído como estaba
por unos ratoncillos celestiales, y se le vació de golpe poniendo hecho una pena el
plantel del mundo con las semillas de sus gérmenes, que naturalmente prosperaron de
inmediato. Porque sabido es que no hay abundio que,
una vez fuera del saco, no nazca y prospere. Aunque sea entre las piedras. En los medios
más adversos enraízan y florecen y se reproducen que dan miedo, los Abundios. Él, en
su sabidurísima sabiduría se dio cuenta enseguida del desastre, claro, pero no le salió
de los güevos arreglarlo, que siempre ha disfrutado de una pereza divina. Se irritó
muchísimo, eso sí. Sabida es su irascibilidad biliosa y conocida su ira tremebunda y
caprichosa. "Me he cargao el invento, me he cargao el invento. Me cago en mí
Dijo, cuentan las crónicas, tirando rayos, soltando peos, y pegando pataletas en cuanto
se encontró con el saco en la mano, vacío del chorro de abundios que caían hacia la
tierra libres de su encierro. Ahora me voy a tener que complacer en la
contemplación de su infesta abundancia. Pues menuda divina aburrición de espectáculo
que me he montado yo aquí después de una semana trabajando como dios !Me cago en mí,
me cago en mí!" Incluso se le escaparon un par de manotazos a la recién creada
creación, que quedó medio desarmada, y le meó encima un diluvio, pero no consiguió
más que agravar el problema. Debió no haberse puesto nervioso y haber tratado de recoger
todas las semillas posibles y arrancar parte de los abundillos que ya hubieran empezado a
germinar. Haber echado un abundicida o haber tratado de arreglar en alguna medida el
entuerto con un serio plan de ataque. Se le pasó por la cabeza hacerlo, pero enseguida
dejó pasar la idea, por divina vagancia sobre todo, y también porque nadie mejor que Él
sabía que con los Abundios, una vez fuera del saco, no había dios que acabara. Pasaba
igual que con los ratones celestiales, que mira que les había puesto cebos
emponzoñados y les había lanzado fulminantes voluntades divinas y nada. No había
forma. ¡Un día le iban a roer hasta el forro de su santísima potestad! Qué se le iba a
hacer. Se dijo. Y apartó de sí el recién creado mundo volviendo su interés hacia
otra parte para olvidarse de la cagada que había construido. Enrique López
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