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     clikhking

 

     Como hace una luz muy bonita pillo mi nueva cámara digital y me voy a hacer fotos de las flo­res del esparto con el sol. Es el momento per­fecto. Al atardecer la luz incide en el ángulo que las hace más doradas. Durante media hora subo por la carretera sacando fotos como loco. Luego miraré si alguna vale. De vuelta a donde aparqué el coche, mientras ensancho mis pulmones con el aire del suave atardecer de final de primavera, andando cuesta abajo más contento que unas pas­cuas, tengo una visión repentina del mundo en es­tos términos: Dos tercios de humanidad esclavi­zada, malviviendo y hacinados, construyendo apa­ratitos todo el día por poco más que una comida escasa, y un diez por ciento entreteniendo su ocio luengo jugando con los juguetitos saca que te saca fotos por billones sin parar. Olvidados del absurdo de sus vidas mientras tanto por un rato. Fotos tontas, insulsas, anodinas, prácti­camente todas malas y sin mayor valor. Familia­res, peculiares, payasadas, importantes, tonte­rías. Da igual. Fotos. Que también puedes mandar de inmediato por el móvil con un texto, mira qué bonito, cucha lo que veo, dime si te gusta, o cualquier otra simplez que se te ocurra en el re­lleno de tu aburrimiento. Así son los derechos humanos, la igualdad de oportunidades, y el pro­greso de la Civilización. Me acuerdo del verano pasado en las playas, todo quisqui con cámara, todos con móvil, todos con piercings, todos con los mismos tatuajes de arabescos acidjaus seudo orientales. Ondulantes tecno proclamas de rebaño. Como código de barras en borregos.

     Recuerdo haber tenido otra visión en esta onda. Hace un año me regalaron un par de bolas chinas. No, no de esas que están unidas por un cordel y que se meten por el chocho o por el culo. De esas que creo que en verdad se llaman tibetanas, o algo parecido, y que tienen dentro una especie de gong musical, que sirven para dar­les vueltas en las palmas de las manos con cier­tos movimientos de los dedos y alcanzar así una especie de Om de relax musical y automasaje. Pre­ciosas. En verdad cosa de chinos. Con un careto de máscara de diablo divino oriental y policromo lacado en las esferas, que da gusto de verlas y tocarlas. Venían en un estuche caja negra de ma­dera que a pesar de ser sencillo es una maravilla del diseño de la simplicidad. Ya en el momento de recibirlas las supe no tan caras como correspon­dería de no haberlas hecho gente esclavizada a agua y arroz. Pasa con todo. Pero pocos meses después entré con Gunther en una tienda bazar de regalos de esas que están llenas de chuminadas inútiles compuestas con sangre de niños para que la purrela del sector rico cumpla, sin gastar mu­cho dinero, con la obligación tradicional de te­ner que regalar en cumpleaños y onomásticas y mueva la rueda de la economía ¡Te hemos comprado esto! ¡Huy que gracioso!, dice el homenajeado con maldita sea la gracia. Y luego el trastobjeto acaba por ahí cogiendo espacio y polvo y moles­tando hasta que se acaba integrando al mundo del desecho. Yo iba buscando una lámpara de papel, que también fuera de sangre barata, para cubrir por poco mi decorativa necesidad de envolver una bombilla. Pero Gunther se fijó en las bolas que se exhibían en el escaparate, en sus cofrecillos abiertos, con toda su gama de colores y atracti­vos diseños de sabor exótico y exquisito gusto. Compró unas con espirales sicodélicas preciosas. Cinco euros le costaron. Sabía que eran baratas, le dije, pero nunca pensé que tanto. Ah, claro, tu sabes, esto lo haciendo los prisionados en China. Prisioneros, apunté. Sí, prisioneros, ellos tienes muchos, millones, y todo el tiempo trabajando sin parando para cosas de todos estos tipos. Si no hacen bien y cantidad que mandan en­tonces matan con pena de muerte y entonces, hacen familia paga bala y después quitan deprisa todos órganos, ya sabes, decimos corazón, riñones, higado, esta otra cosa que tienemos aquí... todo, quitan todo y venden a enfermos del mundo occi­dental. Sí, sigue explicando ante mi helada aten­ción, todo muy organizado. Donde cárceles de eje­cución hay quirofonos ¿Quirófonos?, decimos donde operan a gente. Ah, quirófanos. Sí, eso, mucho especializados, y  muchas ambulancias y todo co­sas que hacen falta para rápido llevando en aero­puerto. Ricos pagan mucho dinero. Pronto ya no saber qué hacer con trasplantes de rico si China prohíbe pena de muerte.

     Nunca he vuelto a usar las putas bolas sin que la musiquilla búdica que produce su rodar me traiga a la meditación los presos del sistema co­munista y la utilidad del desguace de sus ejecu­tados. Pobrecillos. Ved ahí como, al igual que del cerdo en la matanza, la Civilización, cuanto más democrática, más aprovecha todo del horror totalitario. Yo pienso mucho en ellos, y en todos los niños y esclavos que hacen posible mi dulce y mediocre bienestar. No, sin coñas. Busco formas cósmicas o kármicas de darles gracias cuando me­nos en toda forma posible de acto y de oración. Que quien corresponda les pague sus servicios con creces y les colme de gracia. Ellos son quienes urden el telar de la cultura que nos estamos chu­pando. Pagando su costo, alimentando las tripas y los vicios de todos. No el ejército de funciona­rios, zánganos con plaza por oposición. Que el Tiempo se lo premie. Amén. Mientras tanto nos en­tretendremos a su costa jugando en nuestro des­arrollado ocio, haciendo por ejemplo fotos de cualquier motivo. Este de las flores del esparto puede que dé bien. clikhking, clikhking, clikh­king, clikhking, clikhking. Hala, otras pocas más. A veces saberme haciendo fotos sincrónico en el tiempo con mil millones de abundios fotógrafos me indigna y me deprime. Otras, como parece que ahora, me hace sentir una especie de honda ale­gría inexplicable y subconsciente por ser de este reducido grupo con posibles, que debe de ser eso que se llama sentirse rico. Cómo mola, ser de este lado y no del otro. Cierto que aunque dentro de lo bueno estoy en lo más bajo, pero mira. Y además he pillado a la Civilización en el cenit del su auge. La Sociedad de la Fiesta superándose a sí misma. Porque dicen los que saben, que este jurujujú se acaba pero ya. Que en cincuenta años estaremos pagando con pena las facturas de estos desatinos y derroches de unos pocos. Todos. No sólo la mayoría que lleva pagándolo desde el principio del invento. Bueno, en cualquier caso, para entonces yo, si es que aún estoy vivo, es­taré sin duda clueco y dudo de que a esas alturas me entere demasiado de nada, ni de si me cuesta la vida el pago de las cuentas. Así que a lo me­jor es lo mejor dejarse llevar por el Sistema en su más sagrado lema: holgar, holgar, que el mundo se va a acabar.

     Y hacer clikhking, clikhking, clikhking, para enterrar a la posteridad en las imágenes de nuestra holgazanería.

 

 

Enrique López

enriquelopez@elbarrancario.com

 

 
   

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