Blascosmofemia

 

 

Prohibido blasfemar bajo multa de 25 Pts.. Decía un cartelito de madera, de fondo blanco. Recuerdo. Sucio por el paso del tiempo. El cartelito estaba clavado en la cruz de un viejo olmo. El olmo estaba en el parque de un pueblo de la castilla provinciana en el que pasé mi adoles­cencia, enfrente del urinario público, que llamá­bamos La Mezquita por su arquitectura. Y eran los años sesenta de la España franquista.

     Recuerdo un chiste que circulaba, sin duda creación de la generación anterior a la mía. Hay uno que blasfema y entonces llega el guarda del parque y le pone una multa. A la hora de pagar el multado sólo tiene un billete de cien pesetas y el guarda no tiene cambio. “No importa- dice el multado- quédese con el cambio, pero me cago en dios, me cago en dios, y me cago en dios".

     Me acordé de este cartel ayer, mientras un holandés alumno míome contaba en su trabajo escrito de su clase de Español algo referente a un debate en el Parla­mento Holandés. A raíz del asesinato de Theo Van Gogh por cernícalos supuestamente islamistas, cierto parlamentario, nieto de otro que en su día puso una ley penalizando la blasfemia, quería pe­nalizarla más. Mi asombro fue inmediato. ¿Es que no se puede blasfemar libremente en Holanda? Pre­gunté. Y parece ser que no, aunque a raíz de ese debate al parecer los parlamentarios se habían planteado despenalizar ese hecho. Menos mal.

     Eso me hizo recordar que hace tiempo empecé a escribir algo sobre la blasfemia. Algo sobre la idea de que para que haya libertad religiosa o en torno a lo religioso, o de pensamiento en gene­ral, o de cualquier tipo de libertad que se precie, es imprescindible el completo derecho a blasfemar. O sea, que si no puedo cagarme en dios si es que me da la gana, mal anda la cosa. A ver si encuentro los textos y te cuento mejor esa idea.

     Sí, ya lo he encontrado:

Exijo el derecho a cagarme en Dios cuando me de la gana, de la misma manera que otro tenga derecho a creer en Él, otro cualquiera, yo mismo por qué no. Tal vez el ansia que me lleva a rei­vindicar este derecho  no sea otra cosa que un profundo advertimiento divino del  que carecen por completo los que se escandalizaran al leer  la primera frase de este escrito. No tengan miedo estos espíritus sonsos, a menudos más falsos que un euro de papel. Mi derecho a la blasfemia se refiere a un concepto de Dios muy por encima del suyo. Los dioses de los escandalizables no son más que meras figurillas creadas para someter, som­bras de lo que ese asunto pueda ser, objetos de religión en cualquier caso. No tengan miedo, no me quiero yo referir a sus supersticiones. Ya hace tiempo que abandoné el mundo de los niños. En esos dioses no merece la pena cagarse. Si acaso en sus acólitos, que más de una vez se lo mere­cen. Yo reivindico el derecho a la blasfemia con­tra el Dios de los mayores. El que en verdad es si es que existe. Quizás en plural. Los Dioses de los que pueden comprender que quizás Él resulte ser un neurótico que se ha cortado las venas, y la expansión del universo es la sangre que cho­rrea. O la división de un zigoto y Dios es un ser que nace a la hermosura de una vida nueva. O un óvulo menstruado y la desesperación de la época sea un reflejo del proyecto fracasado y destinado a morir. O nada de eso y cualquier cosa impensa­ble, que no disponemos de medios ni para imagi­nar, lo que seguramente sea. Y por qué no nada. Pero desde luego algo muy distinto al objeto de la superstición de cualquiera de las religiones que son y han sido. Supercherías propias de en­fermos, que existe para tratar de tapar el pozo sin fondo que con este asunto se abre en nuestro coco. No pueden aguantar la visión del abismo y entonces se inventan historietas. Y hay que tener cuidado con ellos porque son enfermos peligrosos que  suelen representar lo más malo que la especie tiene. No importa la clase ni la secta. Aunque parece muy variada es sus ofertas la su­perstición es siempre lo mismo. Desde el cristo pinchado en un palo a la máscara zulú. Su inten­ción es religionar los individuos en torno a una obsesión sin fundamento y en formas exclusivas, más o menos excluyentes, encerrando la vida en la costumbre y adquiriendo la costumbre de encerrar la vida. Con obsesivo método. Los que ahí caen no sólo se religionan ellos, lo que sería muy loa­ble, sino que se creen con el derecho y el poder de obligar a religionarse a su descendencia hasta el fin de los tiempos con la misma religión, y ponen todo su empeño para que no pueda ser de otro modo. ¡Que no se vayan a religionar los críos con cualquier otra cosa que ellos estimen religionante, que nada les pueda religionar de hecho, que no haya más que su religión que les religione! Normal. Si la prole logra encontrar otra cosa que les religione, algo distinto, ¡por Dios si contrario!, ¿a qué coños han estado ju­gando ellos toda su puñetera vida? Esa es la única causa de la existencia de la puta Religión. Porque las religiones todas son putas, incluyendo la mejor. Y la que más y la que menos claramente asesina, sangrienta, criminal, o perversilla al me­nos. Siempre vendidas en el fondo al área del po­der más guarro. Unas más y otras menos, siempre carentes en el fondo de esa substancia mística en la que dicen basar la razón de su existencia. Las peo­res suelen estar como es lógico entre las monoteís­tas. Y una de las más malas es, por lla­marle de alguna manera, la nuestra.

Y es para mear y no echar gota. Ese afán de perseverar eternamente que tales vicios han mostrado a lo largo de la historia. Qué manía con perdurar. Pero aunque se empe­ñan, como es normal, no pueden durar siempre. Y tarde o temprano caen, pierden el poder de religioni­zación, la gente se descincha, y se convierten en lo que son, cuentos chi­nos, en lo que últimamente se viene llamando mitología. Gilipollauras que casi siempre han costado mucha sangre. Y ante este hecho real dos cosas me asombran ahora mismo. Una: la cantidad de tontos del culo que hayan muerto por ellas; y las de los hijos de puta que por ellas hayan matado. La cantidad de guerras, de sufrimientos, de putadas infligidas, de torturados, de ejecutados de manera atroz, en nombre del chocho virgen de la supuesta madre de tal dios, o de la unicidad de un dios u otro, o de si resulta que son tres distintos y uno sólo verdadero. Hay que estar majara y tener mu mala sangre.  O por Venus o por Zeus, por Marduk o por Odín, por Jeová por Alá por Cristo o por su putísima madre. O por etc. etc., da igual es obvio que todos son lo mismo de verdaderos. Y dos: la imbeci­lidad que demuestra el rebaño poniéndose encima nada más matar a un diosucho de esos a otro exactamente igual. Y hala, a matar, a putear y a seguir haciéndose la vida imposible los unos a los otros, porque este dios nuevo si que es el verdadero y además único y en nombre de él hay que limpiarse a todo el que no esté religionado con la nueva religión. Y por su­puesto después, que otra cosa cabía esperar, el nuevo dios se muere y va y se convierte en mito, en el que cuesta trabajo creer que alguna vez alguien creyera. Pero entonces van y ponen a otro, no hay problema, y esta vez sique sique verdadero. 

     Hombre por díos, me cago en dios, ¿cómo podéis hacer eso en el nombre de dios? Por favor, un poquito de respeto, que os va a castigar, si es que existe.

 

Pero, menos mal, en todas las épocas hay de todo. Yo creo que incluso en la edad de las cavernas había ya los mismos clichés que ahora. En esencia el rollo social era ya el mismo. O sea, había listos y tontos, buenos y malos, jefes y siervos. Y los jefes se aliaban con los magos para conseguir que los tontos y los siervos hicieran lo que a ellos les conviniera, o conviniese al interés social que ellos promulgaban, y que siempre venían a decir que lo hacían en nombre de dios. Y luego creaban los esbirros, por si alguno llegaba y decía, oye, que yo no soy tonto. Y habría jefes y magos tontos que se creyeran incluso a sí mismos y jefes y magos cínicos que supieran muy bien de lo que trataban sus dogmas, riéndose así, de los siervos tontos, de los siervos listos, de los magos de los jefes y hasta de su propia sombra. Esos, la verdad, son los que más me han interesado en la historia.

Y también ha habido siempre individuos campechanos, rasos y afables, a menudo vulgares e insignificantes dentro del sistema, que habrán mirado a la máquina social que soportaran y habrán dicho: anda que no tienen morro. En todas las épocas. De eso estoy seguro. Del mismo modo que ha habido gilipollas que han creído en lo que les contaban de Venus y Zeus, de Rá y de Osiris, de Cristo y la Virgen, de Buda y Alá y Krisna y Bongolongo, y de cualquier otra cosa que les hayan contado y que les cuenten, en todas la épocas hay y habrá gente como yo, como nosotros, que sean inmunes a ese engaño y empleen el tiempo que les ha sido dado para intentar comprender lo que de verdad importa. Al igual que siempre ha habido marmitones, siempre ha habido espíritus libres. Y el comprender esa realidad me sosiega enormemente.

Y así es.

Y sé por cierto también que es cierto que las religiones, unas más y otras menos, a fuerza de jugar con lo sagrado, por un lado son la propia negación de lo que sagrado sea, pero por otro, unas más y otras menos, todas recogen en algo esa ansia que por lo sagrado tengan el conjunto de sus fieles. Es normal y hay que tenerlo en cuenta. Pero también hay que tener en cuenta que ese fenómeno existe en todos los ritos. Se me ocurre traer aquí ahora, para poner el punto en la i y el dedo en la llaga, alguno de los sacrificios humanos que en la historia hayan sido.

Encima, para seguir matizando lo que decirte quiero, sé que es posible que en la Rueda de la Vida unas veces nos toque ser ateos y otras sacerdotes de cualquier guarrería. Qué se le va a hacer. Por ahí puede que vaya lo que de indecible tiene esta historia. Pero mientras tanto, si es que ahora me toca ser agnóstico, aproveche la ocasión para mirar el valle desde tan alto punto. Por que es en los momentos en los que los dioses están muertos cuando más posibilidades ofrece el cotarro para ver lo que pueda haber dentro. Detrás. En el conocimiento. La intuición. En eso. Y es en momentos como este en el que da más risa y más pena ver como, con los dioses muertos y oliendo a podridos, todavía hay energúmenos que se matan con los dientes en sus nombres, que mutilan con rabia ancestral por su continuidad, que se religionan cada mañana en el desayuno con la mala costumbre de sus preces, que con sus preces bendicen sus mesas, sus cagadas, inauguran sus actos y santifican sus ejecuciones. Todavía ¿Cuánto tiempo más? ¿Qué va a ser luego? ¿Algún ismo otra vez? No por Dios. Prefiero esperar que por fin, una vez que se entierren las creencias estas ya muertas que arrastramos, aunque aún tarden mucho en hacerlo, esta vez, no se repongan, y se abra un tiempo libre de mitos y ficciones religadas. Que en vez de haber cien o mil religiones haya una por cada individuo que se pare a pensar en cada momento en que lo haga. Que cada uno adivine su dios y deje en paz al de los otros. A todo el que no sea el suyo, incluso al del cónyuge con el que duerma y al del hijo que haya engendrado y al de su propia suegra. Y, sobre todo, que cada cual pueda hacer con su dios lo que mejor le parezca. Incluso cagarse en el si ve la conveniencia. Y no tengáis miedo, que un orden tal sólo puede perjudicar a los pastores, los sa-cerdotes y los perros, y a esos es hora ya de que les den por culo.

Enrique López

redaccion@elbarrancario.con

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