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DE PASIONES TREMEBUNDAS

Empieza a despertarme de la siesta el murmullo de gente aglutinada y el arrastrar de pies. Casi lo consigue el eco lejano de trompetas y tambores, que me llega a las ore­jas por el balcón entreabierto. Medioabro un ojo. La luz huele a paseo y me incita a le­vantarme pero me vuelvo a quedar roque. Es Semana Santa, Granada, el tercer piso de una casa que hace esquina y por las dos calles están pasando procesiones. Me sobresalto de nuevo con los redobles y el trompeteo. Esta vez son muy cercanos, y el tararí es hiriente lanzado y decidido. Algunos aplausos me con­firman que ha llegado un paso. La luz ha per­dido fuerza, está cayendo la tarde. Aunque perezoso me entran ganas de salir a la calle, guapeao y descansado, a darme un garbeo.  Me bajo de la litera por la empinada escalerilla de madera y, en pijama, ha sido una siesta de pijama, salgo al balcón que da a la calle principal de la encrucijada. Humm... hace bueno, me digo deslagañándome los ojos y ras­cándome los güevos. Efectivamente. Era una virgen, que acaba de hacer el quiebro para pasar de la calle estrecha a la más grande. Uno de esos momentos álgidos, en los que se conminan todos los hilos de la procesión para dar estética emoción y feliz desenlace a la cosa. Los costaleros, la banda, los especta­dores, la atención, todo se reconcentra y se recrea en bordar el giro, en hacer vericueto lo difícil. Es la hora del mayordomo patrón, que se corre de gusto, allí en medio de la fila de capiruchos, enfrente del paso, ejer­citando con su impecable traje oscuro las ma­niobras precisas y las voces archirrepetidas del rancio lenguaje de su dirección. Este no tiene demasiada apostura el pobre. Es como que no se lo acaba de creer. Yo creo que le da hasta un poco de corte. Seguro que no es una virgen importante. O que todavía no es de noche. O simplemente, claro, que esto no es Sevilla !Vámonos!, dice. Y la virgen aprove­cha una inflexión en la música para obedecer la orden y salir dando una carrerilla, a pe­sar de su dolor, retozona y alegre. Pican­tona.  Desde arriba se ve el palio gastado. Qué gracioso, nunca había visto una procesión desde arriba. La cola del vestido, sobresa­liendo envarada por detrás, me hace pensar en un gigantesco coleóptero negro. Mientras se va calle abajo con su trotecillo me digo qué coños pasará entre sus piernas. Mis ojos in­tentan traspasar inútilmente el morado faldón que se las cubre. No el bordado vestido ba­rroco, ese no envuelve más misterio que oque­dad y relleno de alambre y de farfolla. El otro faldón, el cuadrado que tapa las piernas de verdad, las de carne peluda que le sirven para andar y que le están dando ese baileci­llo tan picaroncillo. ¿Qué movidas, qué his­torietas, qué pasiones correrán por entre esas patas en este momento? He oído decir que no faltan los porros ni la priva ni las ra­yas, como es natural. Tampoco faltará el personaje turbio que disfrute del ambiente oscuro, espeso y sudoroso, de mascu­lina camaradería que se recarga encerrado por el espeso trapo ¿No va a haber homosexual bajo la peana de la virgen? A ver si no. Son sitios proclives. De todo tipo los habrá. In­confesos torturados que una vez, reprimidos torturantes que jamás, ocasionales casados sin remordimiento alguno, y hasta locas más o menos declaradas, que no pierdan la ocasión de provocar que les brinda el sudado apretuje y la penumbra. Y habrá devotos serios que costaleen por razones místicas, y quien lo haga por su madre, o por su padre, o por su novia, o porque le da la gana, o que  no se­pan ni por qué. Qué buen argumento para un corto, todos esos personajes ceñidos por el faldón bordado en plata y oro. Habrá peos que se escapen, por ejemplo, y chistes y bromas corporativas, y... Bajo el ídolo santo, po­dría titularse. Y debería entremezclar un lío de pasiones diferentes... !Humm, qué mezcla de olores el de la Semana Santa! Me llegan tufaradas de los incensarios que columpian monaguillos de casullas blancas sobre faldo­nes rojos, y de olor a flores moribundas y a romero y cantueso y a la cera quemada de las velas que portan las Manolas y los Capiru­chos. Y qué de colorines, en el cielo, en la sierra nevada, en la gente, en el carrito de chucherías que ha venido a la multitud ofre­ciendo palomitas blancas, gusanitos naranjas, patatas fritas amarillas, pipas, y juguetes de plástico barato y multicolor, y globos in­flados que tiran de un hilo. Me arrasco otra vez los güevos, que penden holgados en la hol­gura del pijama, y me quedo con la copla de un vecino que me mira desde enfrente, qui­zás un poco inquisitivo para con mi actitud y mi indumentaria. De todas formas la procesión ya ha pasado y me meto para dentro a comer un yogur y darme una ducha. Cuando vuelvo acica­lado y presto para echarme a la calle está ya casi anocheciendo y me pongo a fumar un ciga­rro en el balcón. Ahora viene otra procesión que baja por toda la calle principal. Arriba está el Nazareno, hecho polvo, rengao con la cruz a cuestas y un propio que le ayuda así como que a levantarla. Esta parado, se conoce que toca descanso por alguna razón. Por cada lado de la calle bajan sendas filas de capi­ruchos blancos y morados. Qué siniestros. Di­cen que su tradición arranca de cuando la in­quisición recorría las calles, encapuchados y con antorchas, deteniendo infieles y herejes, por aquí y por allá. Secuestraban de sus do­micilios a los señalados y luego los quemaban en grandes festorrios que llamaban autos de fe, o qué se yo. Qué espanto. Me hace recor­dar mis tiempos niños, cuando la semana santa imponía cierre de cines y de bares y cual­quier música que no fuera sinfónica, y había que genuflexionar al paso del tío pinchao en el palo de turno. Qué espanto. El Nazareno arranca y se echa calle abajo seguido de los tambores y las trompetas y toda la musicali­zación a tope. Efectivamente. Estaban prepa­rándose para bajar todo el tramo de tirón. Cuando llega bajo mi balcón parece que me mire. Tiene la cabeza vuelta hacia el cielo y me muestra un rostro amoratado y deshecho, la viva representación del horror y del martirio y de todo lo que duela. Está así como di­ciendo, ay señor. Esa frase tan hecha y esa postura tan típica con la que se quejan por aquí tan amenudamente. Me fijo en la melena y veo que es de pelo de verdad, y me entra un repelus y una aversión indescriptibles ¿De quién serán, los pelos del nazareno? Me da tremendo asco, verlos mecerse con el paso marcial que le dan los costaleros. Y todo ese dolor envuelto en miles de flores. Rojas, amarillas, moradas. De entre la gente dos o tres mujeres extienden el brazo para tocar el paso al pasar y santiguarse luego. Son gestos carentes por completo de pasión, hechos por lánguida costumbre. Por arriba aparece ya la virgen, de nuevo la virgen. A cada cristo co­rresponde su virgen, que le sigue llorosa y dolorida. Siempre hijo hecho polvo y madre hecha una pena. Siempre el binomio edípico, sadomaso y divino, salpicando las calles de muerte sangrienta, entre flores, en plena primavera, y con aire de fiesta. El fragor de los tambores hace saltar un par de alarmas de los coches aparcados y el agudo chillido le pone al nazareno una electrónica saeta impa­rable y estridente. Un toque de consumo tec­nológico en el atávico rito, me digo. Y me echo a la calle pensando en lo maligno de la religión esta que dice ser mayoritaria en nuestras tierras.

De no ser por que desde pequeños nos han deformado la mente, la sola visión de un cristo nos pondría los pelos de punta. Lógi­camente. Un menda pinchao en un palo por donde más duela, con la cabeza llena de espi­nas y demás llagas y magulladuras... Hay que miedo y que asco, por dios, quita eso de ahí, qué cosa de tan mal gusto, diríamos de ser puros. He ahí la prueba de que a todo se acostumbra uno. Sin embargo, las calles se llenan de cristos sangrantes y vírgenes ma­dres llorosas para celebrar el inicio de la Primavera. Precisamente ese mágico momento, en que el cosmos se conjura alterando las sangres para endurecer vergas, excitar vul­vas, y exaltar espíritus, mezclado con este carnaval de terror y de espanto, glorifica­ción del dolor, exaltación de la muerte, y mistificación de una maternidad enfermiza habida sin pollazo. Por dios, todo lo que se meditara y meditase sobre este tema sería poco para la salud pública, me digo llegando a la calle ¿Y los nombres? que si el de la Buena Muerte, el de la Sangre, la Expiración, el de la Epidemia, la Dolorosa, las Angus­tias... Y seguro que los peores no se me pa­san ahora por la cabeza.

A nivel del suelo la confluencia de olo­res es aún más compleja, hay que añadir el de las colonias que se han echado profusamente la mayoría de los paseantes. Todas las de moda, y todas las baratas del Dia y demás.

Yo, señores, y desmitificaría el dolor, glorificaría la concepción con pollazo y  de­jaría la muerte donde está, sin exaltarla. Sobre todo en estos día de principios de pri­mavera, en los que tantos gustos procura el cuerpo a través de sus sentidos. Ya, ya sé, tampoco es para tanto, hoy día se trata más que nada de un asunto turístico-jaranero, esto de la Semana Santa. Pero tampoco es para menos, porque ahí está, por todas partes, y desde luego en Sevilla, que no viven el resto del año sino esperando la madrugá del Jueves Santo. Y como causa de ezquizofrenia salta a la vista. Fíjate en la propia palabra pasión, cargada al mismo tiempo de lujuria y de do­lor.

La calle es un río de gente arreglada y relimpia. Familias al completo, grupos de jó­venes, guiris, turistas nacionales. Exceso de cámaras. Ambiente festivo. Aire lúdico. Cada dos por tres, una procesión. Desde abajo se ven diferente. Ya se ha dicho muchas veces que parecen barcos, que flotan por encima de la multitud. Naves siniestras de sangre y do­lor celebrados, hechas divino fin, y presen­tadas con la mayor belleza posible, que ahí es donde se me antoja a mi que se esconde lo peor. La jarana del dolor. Me veo interrum­pido por una en mi pasear. Qué alegría de gentío. Qué de caras. Qué de mundos. Qué de velas. Desde abajo, el crucificado aparece como que más colgante, más doloroso, más im­presionante. Algo tienen de obscenos en su pender del madero, los cristos. Se me ocurre. Encierran no sé qué de pornográfico. Un mal­sano erotismo implícito y negado que siempre me ha dado frío. Ya puestos podrían quitar el trapillo ese ridículo y antihistórico. Así podrían surgir nombres menos siniestros que los de ahora. El Bien Dotao, por ejemplo. O el del Bello Miembro. Ya puestos ¿Y esos uni­formes de las vírgenes? Tan negros, tan bor­dados, tan dorados, tan repetidos, tan recargados. Si en­señan algo es el corazón en carne viva. Ese corazón que sale por encima del vestido pin­chao en siete pinchos, que llevan todas. Es lo mismo que sean bellas espadas, que florea­dos puñales, que finos alambrillos de platino rematados por piedras preciosas como puños. Pinchos. Hincaos en corazón sangrante, que ellas muestran más como virtud que como te­rrible desgracia de la que hubiera que esca­par. Eso es lo único que enseñan las vírgenes católicas de sus adentros. Claro que, en rea­lidad, no tienen otra cosa, las pobres crea­ciones, que enseñar. No son más que finas ma­nos tristes y bello rostro doloroso, y el co­razón sangrante ese. En realidad no tienen otra cosa. Joyas y terciopelo. Pero ya está. Sobre un vacío. Son vírgenes sin molla. Qué pena. No tienen duro pezón, ni nalga prieta, ni teta virginal, ni lomo, ni pata ni brazo, ni ombliguillo, ni na que pueda resultar un poco carnal y carnoso. Carecen por completo. Son sólo oquedades que llenar de dolor. Ámbi­tos exquisitos para albergar sufrimientos. Representaciones triunfales de lo que habría que evitar representar. Siniestro, vamos. Pornografísmo. A mi que no me digan.

Tras de ella, la banda,  y se acaba la procesión. Siempre se acaban las procesiones tras de las vírgenes. Cruzo la calle y me meto en el bar donde he quedado. Dentro hay mucho ambiente. A cuenta de la pasión, corren las birras y los vinos y las tapas. Humm, de morcillas torraditas, he visto una. Qué rica. Me la voy a pedir. Al fondo están estos. "¿Qué pasa?". "Pues ya ves". "Qué gentío". "Desagerao". "Un agobio, este año yo creo que más que nunca". "Pues a mí me gusta el gen­tío", digo, "la verdad es que emociona tanta gente endomingada y ociosa". "Claro, como vienes del barranco, que no hay nadie". "Será por eso. Me pones una cañita y una de morci­llitas de esas que he visto por ahí". "Ten­dremos que ir a comer algo". "Pues eso ¿Donde?" "Donde sea. Y luego subimos a ver el cristo de los gitanos ese". "Pero yo a lo de la carrera de la cuesta no voy, que eso es un agobio que te puedes morir". "Huy, sí, menudo follón de gente. Y luego ahí esperando afixiao... hasta que pasa". "Yo tampoco voy. Si queréis ir vosotros quedamos luego en otra parte". "No, yo paso también, bastante cris­tos tengo vistos ya". "!Venga, vamos a buscar dónde comer algo que luego... con tanta gente estará to lleno. Qué asquito de Semana Santa!". "Sí, vamos pronto, que si no es po­sible que tengamos que comer hostias".

 

Enrique López

enriquelopez@elbarrancario.com

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